Lichen

Crónicas

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Historias que contar

Junio,2019

Hoy tuve un día extraño, uno de esos en los que sientes ganas de detener el mundo o solo tu mundo, pero no sabes cómo hacerlo y solo caminas o, en mi caso, esperas la guagua.

Esperas mientras navegas en tus pensamientos y hasta dejas escapar alguna lágrima. Sí, es ese momento en crees tener el mayor de los problemas del mundo, como si el mundo entero fueras tú. Dejas de mirar a los otros y percibes esa sensación de estar cayendo en un abismo; pero algo te detiene. Te despierta de ese sueño, de ese naufragio...

En mi caso no fue algo, fue alguien, un señor con unos ojos enormes cargados de nostalgia. Se me acercó, tomó mi mano y puso en ella cinco pesos, y me pidió que pagara la guagua y lo ayudara a subir. No se realmente si acepté o simplemente actué por inercia, tampoco tuve mucho tiempo para reaccionar, la guagua ya había parado frente a nosotros. Su manera de acercarse parecía sincera y tierna, eso creo, o igual eso necesitaba ver. Sólo sé que después de ese acto iniciamos una conversación y fueron sus palabras las que me motivaron a contarles, porque "hay historias que si no se cuentan se olvidan y hasta me parece que no son verdad".

Subidos en la guagua descubrí que aquel señor tenía dificultades para ver y en unas semanas se sometería a una operación. También mencionó un dolor de espalda pasajero, pero confiaba en recuperarse pronto. No recuerdo bien cómo llegamos a temas más profundos – el bullicio y la música del chofer me hicieron perder detalles –, pero sus palabras resonaron con tristeza, cuando dijoque le dolía su patria, lo que ocurría en ella; le dolía haber dedicado tantos años a defenderla para alguien que luego traicionó sus promesas. "Setenta y tres años, cuatro misiones, un balazo en la pierna, un accidente en helicóptero y dos costillas rotas... todo eso desaparece cuando sales del sistema. Dejas de importarles. Tu vida, y lo que pase con ella, ya no es problema suyo".

Toda la vida había entregado y ahora casi le negaban la atención médica.

Me contó también que cuando regresaba de una de sus misiones, sus hijos le pidieron sentarse juntos; tenían algo importante que decirle: se iban del país. Y ¿qué podía decirles él? Si hasta los hijos de sus superiores vivían cómodamente en el extranjero, ¿con qué autoridad iba a negarles a dos jóvenes el derecho a soñar con un futuro mejor?

De aquello hace ya tiempo, y a veces los recuerdos le fallan, pero no olvida sus rostros y que en los días siguientes puso en venta el carro y algunos objetos de valor. Le pregunté, por simple curiosidad, si nunca había pensado en unirse a sus hijos. Su respuesta fue firme: había jurado no abandonar jamás su patria. Además, añadió con amargura, "aunque quisiera, no me lo permitirían. Hace años intenté visitarlos, pero me impidieron salir... alegaron que yo 'sabía demasiado'".

No pude saber más de su historia. Tuvo que bajarse unas paradas antes... Pero en su voz quedó flotando un suspiro de despedida, un anhelo intenso, casi urgente, de que algo – tal vez su dolor, tal vez todo- acabara.

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